sábado, 12 de julio de 2014

En el principio fue el número



 
Creárase la soledad,
el doble de ella misma,
e incluso el triple y llegárase al siete de la nota,
al lugar del descanso, al punto geométrico,
al triángulo exacto de la transmigración perenne
-el alma que se escapa entre los brazos quietos
y el triángulo -viejo- con sus catetos rotos-.
Y de nuevo hacia el uno, 
hacia la sola agua. Consonancia perfecta
el uno con el dos y cada nota, fija, en esa vibración,
exactamente el doble en las octavas altas.
Creárase la soledad, el infinito nunca de la música,
el punto equidistante entre la nada.
La piel del hombre, un árbol.
En su interior, lo solo y el dos y el tres en su
costado
y el cuatro y nuevamente el cinco con sus dedos
correctos
y el seis (como de hombre) y el siete del retorno.
El ser, así, girando en desmesura, como un sonido
ciego
y un estuche, desnudo en cada muerte.
 

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