martes, 25 de noviembre de 2014

Cronicas de muertes dudosas








Maestro de simulacros el mar
con su furia y su agua verde.

Apoyada en la baranda de pino del Mimosa
Catherine Roberts - Davies
ve las colinas de Llandrillo
donde sólo hay abismo lento.
Pero en las colinas de Llandrillo
los muertos no se hunden:
flotan a ras de tierra 
en sus pequeñas barcas de madera
con una cruz por mástil
y una plegaria por velamen.
En las colinas de su pueblo
los muertos tienen domicilio fijo
una astilla en la piel de tierra
un polo magnético
hacia donde giran 
todas las agujas del dolor.


En el mar los muertos 
no se quedan quietos
se hunden
se hacen mancha borrosa
caen y caen en agua verde
y después en agua negra.
Algún  marinero le ha dicho
que allá abajo hay extraños peces luminosos.
Catherine Roberts – Davies
piensa en su hijo John
muerto a los once meses
en medio de la mar atlántica
y en su viaje vertical
y en su escolta de fosforescencias 
y en el manto blanco en que iba envuelto
y en el ruido sordo de la dentellada
con que el mar se lo tragó.

Ahora mira la foto,
la única de John y sus hermanos.
A la luz de la vela se esfuerza
por distinguir los rasgos de su hijo menor.
Esa mancha borrosa es todo lo que queda.
No es que el bebé se ha movido
- como insistía el fotógrafo -
es la muerte que ya comenzado a sumergirlo,
es la falsa transparencia del mar,
es un cruel reverbero del sol,
es un rostro que ya se aleja 
a lo hondo y a lo oscuro. 
- ¿Cómo no me di cuenta 
- dice Catherine -
que esa máquina  infame
que esa blasfemia química
que ese ojo del diablo
ya estaba viendo tu futuro?

Parada sobre la arena húmeda de New Bay
Catherine mira a su hombre y a sus hijos
arrancando tablas de lo queda de un barco.
Donde antes hubo naufragio
ahora hay canciones y alegría
que Catherine ya no entiende.
Sus hijos llevan cantando
la madera de pino hasta los refugios 
tallados en la roca blanda de la costa.
Dentro de veinte días
una de las tablas será la tapa de su féretro.


Inmóvil para todos los vientos
salvo el de los años,
mínimo naufragio en las costas del presente,
una barca de pino nos ha  traído
unos huesos
un botón
unos clavos oxidados
un anillo de oro
y la duda de un nombre fosforescente 
que se hunde, borroso,
en la falsa transparencia del tiempo.

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