El agua es algo de lo que no sé; que veo y miro y oigo y toco y de lo que no sé. En lo que escribo aparece; en algunos poemas, ahí está.
Delante. He vivido delante de un gran río que venía; no ya porque vivía a la orilla del río, sino porque el río, por la configuración del terreno, parecía venir sobre la casa.
Era un agua sonora. A corta distancia, todo a lo ancho del río, que allí era ancho, el caudal se precipitaba sobre un dique; más ruido, según la lluvia y el momento del año. Siempre el ruido aquel año, que fue un año de lluvias.
Me parecía entonces, ese ruido, origen de otra cosa, cámara de resonancia, recámaras, una percepción interior. Tras un espacio, otro, hueco y vacío y silencioso, pero hecho por el sonido, o no disímil de algo de la estructura del sonido.
El del dique, el del agua en el dique es sonido áspero y monótono, violento; esa aspereza se hace en la cabeza sequedad, hormigueo del estruendo que resuena, se hace oquedad, eco sin pausa de lo hueco. Como en los espacios virtuales, cuyos sistemas se abren en huecas carpetas repetidas, cámaras y recámaras sin término; uno atiende hacia adentro, por si hubiera otra cámara, temiendo que la haya porque no sabe lo que hay, qué hay ahí. Igual, el agua.
Pero en el agua está la luz. Sin luz o con luz, con más o menos luz, el agua es otra. Con su ruido, de noche, incluso en la ciudad, donde de noche no es del todo la noche, el agua es otra. “Extraño, que la tierra se divida en agua y pensamiento”, rumiaba el fumigador de guardia.
De la fábrica de luz, por el túnel llegan los muertos. Así llegaba el santo en la pintura y su verdor, y nunca supe que junto a él viviría. No siempre se ve del mismo modo. Ahora pongo atención a los cristales, a los restos de la noche, y hay trocitos de verde ira, por la calle, esperando.
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