Yo tuve el corazón capaz de lluvia. Ocurría febrero con sus alas y el tiempo digital nos puso juntas las manos y los ojos y los cuerpos: toda la tierra que el amor excusa.
Igual que el viento en las banderas altas se comportó en nosotros esta música.
Me fui quedando acompañado y cierto, entendido en los bosques de mi jungla, leñador orgulloso de raíces que no debieron nunca estar ocultas. Lo de siempre se puso a ser distinto: el mar entero cupo en una urna, el hielo de los vasos provenía de una lejana nieve, nuestra y única, mis manos migratorias se quedaron a vivir en tu tierra más profunda y en mi boca, de siempre descontenta, dimitían de pronto las preguntas.
Presenciadas por dos cambian las torres, la muerte aplaza sus gestiones últimas y estar vivo se agita y condecora. La muerte debe ser como un espejo donde uno mira y mira sin ver nunca. Ven cerca. Más. Que entre los dos no quepa ninguna muerte ni ninguna duda. Te hablo desde febrero y desde siempre: sabemos del amor por lo que alumbra, por lo que tuerce y acrecienta y rige, por su forma de andar en la penumbra... Y así, sobre semanas perseguidas izamos con esfuerzo nuestra alma.
Junto a la vía muerta, cubierta ya de yedra, las sillas remueven las aneas. La madre, con el pecho estirado que termina en pezón o pasa malagueña, busca ansiosa la boca que le revuelva toda. El hombre, sudoroso, jadeante arranca los ras- trojos. Las axilas le sudan y hacen estalactitas en la negra camisa. La guerra ha terminado y un albor de cartillas, cupones, de cucharas ancladas a la calle del Ancla, anuncian las palomas sin laureles en picos. La madre se rebulle, canta, la voz se le ha sumido y adentro en las cavernas las tripas gorgo- jean. El niño escupe leche y la abeja vencida rebusca las vivencias vertidas de la madre. La madre no es mujer, ni árbol, ni apenas paisaje. Atada está al terruño secano, esclavizada toda, como si fuera nada. Las estrellas se rompen frente a un mar tarta- mudo. Las barcas hacen sombra y los viejos marinos arañan a las redes. El viento seca el pecho vencido, agotado. Y en la camisa negra el sudor se hace gris y la sal deja huella. Por fin, la gota sale, blanquecina, las grietas se revientan y un gozoso lamento enternece a los cardos.
Vale lo que su sueño: lo que pueda valer lo que no sirve. Vive en un pueblo de preguntas con torres encendidas y campanas que tocan siempre solas. Un pueblo con un río y una casa y un aire justo para respirarse. Sin tener que moverse ha visto, boca arriba, al techo constelado y al eclipse fatal de la bombilla que el sueño trae. Mirando la expansión de la gotera le vio la cara a la pobreza... Sin salir a la calle, solamente asomándose a la puerta ha visto la luminosa raza de los amaneceres, el crepúsculo y toda su comitiva de colores, la noche y sus insignias. Sólo el desocupado sabe que la pereza es habitable, que estar tendido tiene parques, puentes, lunas, caminos cortos entre pinos... Acaso nadie se dé más cuenta de la vida.