La creación del mundo
No desfloré a nadie.
La primera mujer que vi desnuda (era adulta de alma y de cabellos) fue la primera que me mostró los astros, pero no fui el primero a quien se los mostró. Vi el resplandor de sus nalgas de espaldas a mí: era morena, mas al darse vuelta quedó dorada. Sonrió porque sus pechos me asombraron, por mi mirada de adolescente no acostumbrado a la gloria de la belleza corporal. Era de mañana en la selva, pero nacían estrellas de sus brazos y resbalaban por el cuello, lo recuerdo, era el cuello lo que me enseñaba a deletrear secretos guardados en la clavícula. Pedía, ya echada de bruces y llamándome, que posara mis labios por los pétalos con rocío de la nuca, eran lilas; que alisara, levemente, con las yemas las espaldas de espumas y esmeraldas; quería que mi mano recorriera, yendo y viniendo, el valle de la columna, trés doucement, porque me cuidaba. ella inauguró en mí la alegría inefable de dar felicidad. Tanto conocimiento no podía ser sino innato, pienso ahora. Pero no. Era un saber hecho de experiencia, más que ingenio para transmitirlo. Ella era de otras aguas, una fuente de treinta años, que vino desde el Sena con el destino de darme de beber —en la aurora de sus ojos, en sus pechos, en la boca musical, en el mar del vientre, en la risa de azucena, en la voz densa, en las cejas y en el vértice de las piernas— la miel antigua de la sabiduría, de saber que el deseo crece cuando entiende que la chispa se enciende en la ternura, que las antesalas se prolongan hasta que uno esté listo para entrar en el cielo. |
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